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La guardiana del canto

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En medio de la nada —o quizá, más justamente, en medio de todo lo que importa— se esconde un paisaje recóndito y espléndido, protegido por kilómetros de naturaleza virgen. Allí no llegan los ruidos del mundo moderno, o si llegan, quedan sepultados bajo la sinfonía incesante del cantar de las aves, apenas interrumpida en ocasiones por el grave mugido de los búfalos. Es un lugar donde la belleza del paisaje se confunde con la bondad de su gente, un rincón donde sobreviven actitudes cálidas que parecen ya no existir, como si estuvieran resguardadas del ruido y la maldad de lo mundano. En medio del municipio de San Benito Abad, en Sucre, se extiende el corregimiento de Pasifueres: tierra anfibia, de gente hermosa, trabajadora y luchadora, donde el tiempo no pasa con prisa, sino con la cadencia del río.

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No hay calle alguna que conduzca directamente al interior del corregimiento, pero a sus habitantes eso no les importa. ¿Por qué buscar salida si no hay deseo de partir? Quien llega a este territorio no sólo es bienvenido: es celebrado. El orgullo de sus pobladores por su tierra es tan profundo que cada visita se convierte en motivo para ofrecer hospitalidad sin medida, una calidez que abriga incluso antes de que se pronuncie palabra alguna.

El camino es de tierra blanda, golpeado por la lluvia, imposible para un carro e incómodo para quien no conoce sus secretos. Para los forasteros, atravesarlo en moto puede parecer una odisea; para los lugareños, es apenas un paseo. Ellos conocen cada curva, cada charco, cada piedra del sendero. Para llegar a la finca de Myriam Pulido, basta con quince minutos de recorrido en moto, o con cuarenta y cinco minutos a pie. Aunque caminar bajo el sol inclemente de La Mojana y en medio del barro pueda parecer difícil, el esfuerzo se recompensa: el aire puro golpea los pulmones como un sorbo de agua fresca, el paisaje se abre como un libro ilustrado, y la libertad se hace visible. Allí el agua abraza la tierra sin pedir permiso; patitos siguen a su madre rumbo al estanque; búfalos se sumergen en los potreros anegados; cochinillos cambian su lodo habitual por charcos que los cubren casi por completo; aves, caballos, vacas y perros comparten el mismo territorio sin cercas ni ataduras.

Para entrar a las fincas es necesario caminar largos trechos, y el visitante inexperto puede cansarse pronto. Pero la comunidad, generosa y solidaria, siempre envía a alguien en moto para guiar al recién llegado. Pasifueres nació del esfuerzo conjunto de tres familias, y por eso todos se conocen como si fueran uno solo. No hay calles con nombre ni casas con número, pero nadie se pierde: cada habitante sabe exactamente dónde vive el otro. Entre todos esos nombres, uno resuena con fuerza y cariño: Myriam Pulido, la cantadora del corregimiento, la mujer cuya voz es emblema de su pueblo.

Myriam es alegre, de facciones finas y mirada viva. A pesar del calor sofocante, lleva siempre un peinado impecable, un reto que pocas mujeres pueden sostener en este clima. Su piel, tostada por el sol, brilla como si guardara en ella el reflejo del río. Su voz —ronca, dulce y poderosa— se reconoce a la distancia: un sonido inconfundible que, pese al paso de los años, conserva su sello único.

La finca donde vive es amplia y antigua. El piso es de tierra, la cocina de piedra, y no hay rastro alguno de tecnología moderna. Aquí el silencio es paz, no vacío. En Pasifueres ninguna finca tiene rejas ni muros: las casas están abiertas al mundo, levantadas con palos de madera que sostienen las láminas del techo y separadas apenas por divisiones sencillas que hacen las veces de puertas. La seguridad no depende de cerraduras, sino de la confianza.

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Myriam acostumbra a recibir a todo visitante con un desayuno generoso: arepa caliente, huevos revueltos, suero costeño recién preparado y jugo de frutas recogidas de su patio. Conversar con ella es dejarse envolver por una banda sonora única: gallinas que cacarean, polluelos que chillan, perros que corretean. Para los de afuera esos sonidos pueden ser estridentes; para los de Pasifueres, forman parte del aire que respiran, de la música de la vida diaria.

Como el resto de La Mojana, Pasifueres convive con el agua. En la casa de Myriam, las paredes muestran una marca oscura a veinte centímetros del suelo: la huella de las inundaciones en invierno. Pero ella y su esposo no lo ven como tragedia. Es simplemente otro ciclo natural, una estación más del año. Las aves suben a zonas altas, la casa se adapta con tablas encajadas como rompecabezas para impedir que el agua entre a la cocina o al comedor, y la vida continúa sin quejas.

Hace muchos años viví en Venezuela, buscando mejores oportunidades —recuerda Myriam—. Allá se vive bien, pero yo no cambio mi tierra. Aquí todos nos conocemos. Cuando volví, me recibieron con una fiesta: los vecinos me abrazaban, lloraban de alegría. Ese día decidí que nunca más me iría. Aquí nací y aquí me voy a morir”.

En Pasifueres no abundan lujos ni excentricidades, pero sobra tranquilidad. Cada familia cultiva algo diferente, y lo comparte con sus vecinos sin esperar nada a cambio. Un pescador regresa de la ciénaga montado en su caballo, intercambiando mojarras frescas por ñame o yuca. Así se alimentan todos, así sobreviven y prosperan en armonía.

Myriam canta, pero no vive de su canto. Su sustento proviene de la confección de ropa: es la costurera que hace los uniformes escolares de los niños del corregimiento. Sin embargo, mientras cose, su voz se eleva con canciones propias o vallenatos adaptados a la vida en Pasifueres. Sus versos hablan del clima, de la gente, de la tierra. Son la expresión viva del corregimiento, un grito al mundo que anuncia que allí, en ese rincón poco explorado de Colombia, existe un paraíso que resiste.

Entre todas sus composiciones, hay una que destaca: un canto dedicado al papel de las mujeres, a su cuidado incansable por la familia, a su fuerza silenciosa para criar hijos y sostener el hogar en medio de la tierra cálida y húmeda, conservando las tradiciones de su tierra y resaltando la albor de la mujer rural.

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Myriam canta, pero no vive de su canto. Su sustento proviene de la confección de ropa: es la costurera que hace los uniformes escolares de los niños del corregimiento. Sin embargo, mientras cose, su voz se eleva con canciones propias o vallenatos adaptados a la vida en Pasifueres. Sus versos hablan del clima, de la gente, de la tierra. Son la expresión viva del corregimiento, un grito al mundo que anuncia que allí, en ese rincón poco explorado de Colombia, existe un paraíso que resiste.

Entre todas sus composiciones, hay una que destaca: un canto dedicado al papel de las mujeres, a su cuidado incansable por la familia, a su fuerza silenciosa para criar hijos y sostener el hogar en medio de la tierra cálida y húmeda, conservando las tradiciones de su tierra y resaltando la albor de la mujer rural.

Cuando Myriam canta, pareciera que hasta la naturaleza la escuchara. Las aves suspenden su vuelo, los perros bajan el tono de sus ladridos, los búfalos alzan la cabeza, atentos a su voz. Como si un poder invisible emanara de sus rimas, su canto se vuelve orden y respeto. Sin proponérselo, Myriam es la guardiana de Pasifueres: con su voz preserva la memoria de su gente, protege sus costumbres y proclama, como un eco que no se extingue, que allí están y de allí no se irán.

 

Cuando Myriam canta, pareciera que hasta la naturaleza la escuchara. Las aves suspenden su vuelo, los perros bajan el tono de sus ladridos, los búfalos alzan la cabeza, atentos a su voz. Como si un poder invisible emanara de sus rimas, su canto se vuelve orden y respeto. Sin proponérselo, Myriam es la guardiana de Pasifueres: con su voz preserva la memoria de su gente, protege sus costumbres y proclama, como un eco que no se extingue, que allí están y de allí no se irán.


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Última actualización: 3/10/2025
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